miércoles, agosto 31, 2005

Se suman a los comentarios

A través de un correo electrónico nos enteramos que la profesora Elb Esther Gordillo Morales se sumó al comentario sesudo de la noche y nos mandó a decir:

"Sí, que CHINGUE A SU MADRE MADRAZO"

PD. Si es que tiene

miércoles, agosto 24, 2005

Comentario sesudo de la noche

Cuando no hay más que postear, cuando el coco se seca sólo hay una cosa que decir:

¡QUE CHINGUE A SU MADRE MADRAZO!

PD. Viva la familia

martes, agosto 23, 2005

Ahora sí la velocidad de la luz

Bueno, ora no.
Mejor compren el chingado libro que está poca madre.
Lo edita Tusquets y es de Javier Cercas, el mismo de Soldados de Salamina. Iba a subir unos textos, pero primero, esta madre (computadora) no me lo permitía, luego se me borró el texto en word y para acabarla de amolar el día que cargaba el libro lo perdí en una borrachera en el restaurante El Chimichurri.
Ojalá y algún mesero lo haya tomado.
Chingados, lo cambié por unos güiskis, unos coñacs y un sambuca negro.
Ni hablar puñal, trais mujer.
Pero el pedo estuvo bueno.
Bien bueno

Salud y saludos terrícolas, ¡hip!

martes, agosto 09, 2005

El baile de los cuchillos

(Del archivo, crónica en la región de Tehuacán)


El baile de los cuhillos
(San Gabriel Chilac, octubre del 2004)
Una alfombra llena de sangre.
Un señor limpia con un cepillo todos los chorros que salen de los cogotes de los chivos. Sangre, más sangre que salpica caras, brazos, piernas, que se mezcla con la saliva y ese dulce olor a muerte.
Ese morbo, ese nervio que se siente en la panza, esa desesperación porque en cualquier momento los animales serán sacrificados.
Esa mirada inocente del chivo que ve a sus congéneres que se arremolinan.
Ese hombre con esa pistola de aire, listo para disparar.
Ese otro hombre con un cuchillo en lo alto.
Ese quejido.
Esa sangre espesa que cae de las bocas de los chivos.
Ese flash, ese quejido, esa salpicada de sangre.
Ese cacique del rancho La Huerta. Ese tal Iñigo que ve a sus trabajadores, todos ellos indígenas, a quienes les paga nada más con orejas y patas, a los que les va bien les remunera con maíz y panza de las pequeñas bestias sacrificadas.
Esa danza de los cuchillos.
Todo en su conjunto genera bochorno.
Esa es la fiesta del chivo, la fiesta de las tripas, de la sangre seca, del morbo.
Es la fiesta de lo grotesco, la continuación de la tradición española. Es, sin lugar a dudas, la mejor forma de oler mierda mezclada con ese líquido viscoso.

La fiesta del chivo
Este es el último chivo de Melquiades Morales, parece increíble cómo un caprino es capaz de recordar lo inexorable de la medida sexenal.
El gobernador, acompañado de su entrañable asesor y amigo, Eduardo Robledo Rincón y el secretario de Cultura, ven cómo en una danza, en una fiesta, con una nube de incienso, las cosas cambian. Cómo todo encanece, desaparece con una banda de pueblo tocando a todo lo que da.
El gobernador baila con su último chivo. Melquiades Morales, enfundado en su guayabera está emocionado, está contento por tantos y tantos regalos que los indígenas de San Gabriel Chilac le han entregado.
Nuevamente tiene un cetro, su bastón de mando, su corona de ajos, su collar de flores, sus nubes (flores blancas del campo) y canastas.
El gobernador no cabe de ancho: baila en la fiesta que derivará en masacre.
Su último chivo también baila. Ese chivo, hay que decirlo es el que se salvó de ser parte de los cuchillos y las charrascas filosas de los hombres con enaguas que, sin querer, muestran sus testículos cuando destazan animales.
El mandatario baila primero con una de las indígenas de Chilac, la música de fondo es “El guajolote”. Casi todos los funcionarios que acompañaron a Melquiades Morales también danzan al ritmo que les impone la banda municipal de Tehuacán.
Una mujer con incienso recorre a los bailarines. Antonio Zaraín, Pedro Ángel Palou, Eduardo Robledo Rincón, y hasta el director de Intolerancia diario, Enrique Núñez, reparten toda la polilla en medio de la tarima donde se celebra la fiesta.
Aquí no importa la sucesión ni quién va arriba en las encuestas. Es la última celebración de Melquiades Morales. Es su danza, su despedida.
—¿Es su último chivo, gobernador? —preguntó una reportera.
—Sí.
—¿Hay nostalgia?
—Sí, sí la hay.
Melquiades Morales se despide de los tehuacaneros. Todos los años vino como el gran tlatoani a ver sus seguidores.
Ahora, con un chivo, con una danza, a todos les dijo adiós.
Regresará como amigo, dijo el maestro de ceremonias.
El aludido sólo hizo una genuflexión en señal de aprobación.

Matanza en la huerta
Los chivos son llevados a un pequeño corral. Se siente cómo el morbo por ver la muerte y la sangre se juntan e imponen. Ese pequeño nervio que ataca el estómago empieza a ser cada vez más evidente.
El primer chivo es tomado por los cuernos. Impera la mirada inocente del animal, quisiera reclamarle a fotógrafos, reporteros y demás público que con ansia y morbo desean ver la sangre y las vísceras.
Una pistola es colocada en la cara de la pequeña bestia.
Un disparo seco acaba con la vida del chivo, pero no deja de ver a los deseosos de la muerte.
Un hombre moreno, sin camisa, sólo con short, le entierra un cuchillo en el cogote, la danza de la sangre y los coágulos comienza a bañar a los matanceros.
Y uno más pasa a ese destino fatal.
Cuando el matancero entierra el cuchillo lo saca rápidamente y levanta el arma como si fuera un triunfo, como si demostrara su virilidad.
Es como un acto sexual forzado en sí mismo.
Cada uno de los chivos muertos es colgado en ganchos para que se desangren.
Cada gancho les es colocado en las patas y así, con la garganta desecha, son secados.
Un hilito de sangre comienza a recorrer el pecho y las patas.
“Mi sangre, mi sangre”, corre una ancianita con una cubeta para exigir que sea llenada por más litros y litros de esa sustancia roja que apesta “a madres”.
Son más de 60 chivos los colgados. Luego, los matanceros los avientan sobre petates para ser despellejados.
Del ano salen las pequeñas bolas de excremento. Al abrirlos les exprimen todo el orín. Apesta.
Los ojos del animal caen sobre cada uno de los morbosos, miran en una actitud de reclamo, de desesperación, de pedir auxilio, de: “mírame como me maltratan y tú ahí parado no haces nada”.
La señora que quería su sangre pasea ya con su cubeta llena. Contenta, feliz, hinchada de orgullo, con eso preparará la barbacoa y los tacos con sal acompañados de cervezas Victoria.

Para alabar a Dios
Los rezos en la hacienda de La Huerta son los que dan inicio a la fiesta del chivo. Un organito es usado para acompañar la celebración.
Mientras un señor canoso comienza con sus rezos a Dios, a la tierra, a la madre naturaleza y a los espíritus de los animales, en el pequeño órgano se escucha la vieja canción “De colores, de colores son los...”
Un grupo de mujeres indígenas oran y piden porque la producción de la matanza sea buena para este año.
Los matanceros esperan y escuchan. Preparan cuchillos que suenan fríos. Colocan cuerdas que serán usadas de manera terrible, enterradas en los pequeños cuerpos de los animales.
El rito termina con una canción: Amor eterno de Juan Gabriel: “Cómo quisiera que tú vivieras, tarde o temprano estaré contigo... amándote... Amor eterno”.
Al concluir los rezos se prepara la pistola.
Y el rito comienza: ese morbo, ese nervio que se siente en la panza, esa desesperación porque en cualquier momento los animales serán sacrificados.
Esa mirada inocente del chivo que ve a sus congéneres arremolinados.
Ese hombre, con esa pistola de aire, listo para disparar.
Ese otro con un cuchillo en lo alto.
Ese quejido.
Esa sangre espesa que cae de las bocas de los chivos.
Ese flash, ese quejido, esa salpicada.