lunes, octubre 06, 2008

Los días más felices de nuestras vidas

"Mira, te presento a mi hermana", me dijo José Miel.
—Ah, hola.
—Gabriela… Zeus… Zeus… Gabriela.
—Ah, tú eres Zeus.
—…
— Yo a ti te conozco.
—Ah, sí, y... ¿ bien o mal?
—Mal.
—Ah chingao, —dije sorprendido, mientras se me regaba el vasito de güisqui sobre un blazer negro que portaba, —¿Y qué hice para que me recuerdes así?, —rematé.
—Hace años, cuando se llevó a cabo un concurso del Instituto Poblano de la Mujer sobre periodismo. Yo te conté cómo se calificaba el material fotográfico de los concursantes. Te dije que había chanchullo. Estabas con Luis Diego. Y había unos reporteritos ahí. Lo publicaste. La vieja esa que era la presidenta de la AMPEP me veía refeo.
—Pero yo nunca revelé la fuente. Nunca dije que tú me dijiste.
—No era necesario. La vieja esa sabía que yo sabía demasiado, pero ya me vale madres. Pinche vieja loca.
—Un favor, ya no digas reporteritos, porque eso duele. Está bien que seamos raquíticos, pero no les llames así.
Gabriela sonrió y levantó su vaso de vodka con tónic y se fue a bailar una canción de cumbia que sonaba por los terribles años ochenta.
Era un antro raro. Extraño. Había puro jipi de la UDLA, hijos de papi, y muchachos mugrosos que tomaban cerveza. Yo tenía un vaso de etiqueta roja con agua mineral.
Le dije a José Miel (es idéntico al de la caricatura) que mejor fuéramos a escuchar un rock and roll, en vez de estar oyendo al “Negro José”.
—¿Pero dónde?
—Estamos en Cholula, cualquier lugar es bueno. Chingue su madre.
José Miel le daba un beso a su novia. Bueno, en términos reales era como el quinto porque ambos estaban muy melosos, parecían parejitas de secundaria.
Caminamos por las calles de Cholula hasta llegar a un lugar llamado el Red. Yo hice referencia a una película mexicana “Llámenme Maik”.
Gabriela de forma autoritaria comenzó a pedir por todos. A mi, sin quererlo, un etiqueta negra en ol fashon. Y comenzó la feria de los chupes, el alcohol y no sé qué madres más.
—Cuando uno dice “¡Hola!”, quiere decir “¡Hola!”, porque los hombres son tan pendejos que cuando dicen hola, piensan que uno quiere decir hola.
—A ver, a ver. ¿Cómo? Cuando dicen ¡Hola! Y hola. ¿Pos qué no es lo mismo?
—No, no, no. Ya ves. Son muy pendejos. No es lo mismo ¡Hola!, que hola.
—¿Y qué quiere decir ¡Hola!?
—Pues es que es con un tono de timbre que va desde la parte baja del ombligo hasta la boca. ¿Me entiendes? Y cuando uno dice ¡Hola! Es eso. Uno le manda un mensaje al hombre.
—Ah, chingá, chingá. Y entonces, cuando quieres decir “Pos, quiobo”, ¿cómo lo dices?
—Ay, hombres. Ven. Préndeme el cigarro.
—Oye, tu hermano se parece a José Miel.
—Ay no mames, es igualito. Ja,ja,ja. Hey, José Miel, ¿dónde dejaste a la ranita de metal?
Los alcoholes siguieron llegando a la mesa en la que estaba sentado. Ella hablaba de Duvay donde reside actualmente con su novio. Seguía con las disertaciones sobre los “Holas” y los holas. Yo seguía defendiendo la película Llámenme Maik, aunque en ese momento no recordaba el nombre del director.
—Oye, y... ¿ eres casado? —preguntó de forma morbosa.
—Lo que diga mi dedito, —mi dedito decía que no con una seña. Yo puse una mirada a la Mauricio Garcés.
—Eres gay.
—De los pies, a veces.
—No, ya en serio ¿eres gay?
—A los hombres no los rozo ni con el pétalo de una rosa, no me chingues.
—¿Y cuántos años tienes?
Con mi mano hacía la seña de tres y un cuatro. Para dar a entender que treinta y cuatro.
—42, estás reviejo.
—Ora qué: primero soy puto y luego anciano, pues qué de plano me veo tan jodido.
—Algo así. No te fue bien a los 41. Te cogieron y luego te arrugaste, ni modo manito.
Yo ponía cara de tristeza ante tal comentario. La novia de José Miel me daba un golpe y me decía “te está jodiendo”.
—Es que yo sí me acuerdo de ella. Fue hace como seis años, en el zócalo. Estábamos jugando a las ironías.
—Te gustó, verdad
—Em… este…nop.
La novia de José Miel comenzó a reír.
La borrachera siguió y Gabriela intentó colarse a una fiesta reiv en donde apestaba a mota y a pachuli.
Quién sabe cómo le hizo pero la entrada costó 150 pesos por cinco gatos y le regalaron una chela.
—Vámonos por un mariachi, unas chelas, una birria y ya chingamos, —propuse, pues ya me había salido el espíritu de nacionalista revolucionario que todos llevamos dentro.
—Ay mi rey, pero como a las siete, porque orita nos vamos a seguir poniendo pedos.
Eran ya las tres de la mañana y entramos a un terreno lleno de grava. Vendían cerveza al por mayor. Había tres pantallas y la música era electrónica. Un tipo bailaba como si estuviera poseido por el mismísimo demonio. Tenía los ojos rojos. Estaba en un ambiente de vudús, de brujería africana, haitiana, pero en vez de gente de color estos eran niños güeros e hijos de papi.
La música era insoportable.
Tenía ganas de mear pero había unos sanirent que apestaban a madres y había una larga fila para depositar la cerveza destilada. Yo me fui a la parte de atrás del baño portátil. Ahí había muchos borrachos que meaban como si apagaran un incendio. Yo hice lo propio hasta que un borracho comenzó a regarme los pies.
—Ora güey, —le dije encabronado.
—Yo orita pago los diez pesos de la miada, y te invito la tuya.
—¡Me measte los zapatos, cabrón!
—Pero son líquidos divinos, hermano.
—Chinga tu madre!
Y el tipo que traía tachas encima comenzó a tararear una canción como si nada hubiera pasado.
Yo regresé molesto.
—Ay Zeus, pensé que ya te habías ido. Baila, baila, —me ordenó Gabriela
—No me gusta lo electrónico.
—Pero si estás bien joven.
—Pos aquí me siento viejo. Vámonos a donde haya música ranchera y chingue su madre: una birria, unas chelas y unas viejitas apestosas que nos preparen de comer.
—Ay mi rey, pero como que más tarde. Esto apenas empieza.
Yo me movía de manera arrítmica.
Pensaba: “Ya llevamos una hora aquí y esto apenas comienza. Ya me orinaron los pinches zapatos y esto apenas empieza”.
—Orita vengo, —dije.
—¿A dónde vas?, —preguntó Gabriela
-Em… pues al baño…—dije.
-No, a mi no me haces pendeja, tú te quieres ir. Ya me sé el secreto de los cigarros. Baila —ordenó Gabriela
La fiesta siguió y yo ya estaba harto.
No me podía ir.
No me dejaba.
De pronto ella se subió a una mesa y de ahí se colgó en un tubo con los dos brazos. Era mi oportunidad. Escapar del mundanal ruido, del olor a mota a orines, a pachuli que detesto.
Comencé a caminar rápido.
Sólo alcancé a oír a José Miel que preguntó espantado:
“No mames, ¿esa de ahí es mi hermana?”. Y vi de reojo cómo es que unos borrachos se caían en repetidas ocasiones al intentar ayudarla a bajarse del tubo en donde estaba colgada.
Salí corriendo. Llegué a mi carro y ya no tenía un espejo y una llanta.
Me senté en la banqueta ebrio pensando: “Ahorita me estaría comiendo una birria y escuchando a un pinche mariachi. Me lleva la chingada”.
Otra vez, estaba solo.
Solo otra vez, como los días más felices de nuestras vidas.
Y los zapatos apestaban a meados.


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