sábado, agosto 23, 2008

Algo sobre tus ojos

Cuando uno lee un libro se da uno cuenta que no ha leído nada. Cuando aprendes algo, te ves a ti mismo como un ignorante. Sabes que tienes que ir por más. Sabes que debes devorar todo lo que esté a tu alcance, porque sabes que no sabes nada.

Lo mismo ocurre cuando veo tus ojos.

Lo mismo me sucede siempre que me topo con tu mirada: es el momento cuando me doy cuenta que estoy solo.

Lo primero que vi fueron tus ojos. Eso ya hace algún tiempo. Sonreías, no sé por qué sonreías, pero sonreías. Te sonrojaste, no sé por qué te sonrojaste pero te sonrojaste. Nos quedamos platicando un rato más del tiempo que marcaba el protocolo en ese momento, ¿recuerdas?

Sentados, juntos. Todos se habían levantado para ir a los cursos que estábamos tomando. Tú llevabas una mochila con tu laptop en la mano. Me levantaba del asiento, sin dejar de mirar tus ojos y el reflejo de ellos.

Me detuviste con la mano y me dijiste: “Espera. Faltan 10 minutos para que empiece. Sígueme contando”.

Yo, debo reconocerlo, me sorprendí y pues tu invitación era bien tomada por mis ojos porque era más que sugerente.

Seguimos platicando.

De pronto, nos quedamos verdaderamente solos en ese salón frío del Centro de Convenciones. Nos dimos cuenta de ello. Salimos caminando, lento. Debo reconocer que no dejaba de ver tus ojos, porque éstos miraban a los míos. No es que fuera un reto es que era un poco hipnótico.

¿Me explico?

Yo quería que los pasos —nuestros pasos— fueran lentos. Yo hablaba de historias, como los cuentistas cuando hablan de piratas o de dioses mitológicos o de epopeyas increíbles. Tú reías, te sonrojabas o de alguna forma tus ojos aprobaban mis discursos porque de pronto brillaban.

El encanto no duró mucho. Cada quien agarró su camino a alguna butaca azul para escuchar una ponencia.

Te vi más tarde, sólo para despedirme de ti como si fueras alguien totalmente desconocida. Unas horas antes parecía que tú y yo éramos viejos conocidos que por cuestiones del destino nos separamos un buen de años y nos tuvimos que encontrar para volver a platicarnos de todo lo que sufrimos, amamos, bailamos, bebimos en tanta ausencia.

Al siguiente día, buscaba tu mirada en cada cara que se me presentaba. No habías llegado. Entré a ese enorme auditorio preguntándome dónde diablos te habrías sentado.
Me mandaron a la parte de arriba porque el salón estaba lleno. De pronto alguien me dio un zape en la cabeza:
—Ora, güey —dije
—Jejeje —era uno de tantos que me conocía y que me hacía sonrojar al preguntarme—¿a quien buscas?
—A nadie, güey —y yo pensaba si es que era tan evidente mi búsqueda.
De pronto apareciste. Te vi. Te sentaste arriba del lado opuesto a donde yo estaba. Suspiré. Te observaba tranquilamente mientras fingías tomar nota. Llevabas un vestido claro, una blusa negra, zapatos idem de charol.
De pronto, otro zape:
—Ponga atención, chamaco cabrón —decía aquel sujeto que me veía despistado, mientras yo me sobaba la cabeza.

Tus ojos no habían cambiado.

Aunque nuestro saludo por la mañana fue frío, al mediodía, ya concluido el curso. Te miraba desde lejos y no sabía que hacer para acercarme. Algo se me ocurrió de pronto. Lo hice. Platicamos ese día hasta las diez de la noche mientras comíamos unos tacos árabes en Beirut (frente al hospital de la Upaep).

Por cierto, ese día de los tacos, era el día D, el día del desembarco de los gringos a Normandía, nada más que 64 años atrás.

Mientras mordía un taco árabe, miraba tus ojos.
—Cuando me llama mi mamá aparece pilas en mi celular, no sé por qué pero aparece pilas —dijiste al momento en que tomabas la llamada.
—Pos ponle otro nombre —dije yo mientras hacía el tradicional “ussss” de que me había enchilado con la salsa.
Tu mirada seguía ahí como hasta ahora.

Yo veía tus ojos y el reflejo de ellos, me comunicaba con ellos como si fuesen otros entes distintos al resto de tu cuerpo. Con ellos me entendía, con tu mirada platicaba de forma telepática.

Y cada que los veo sólo siento ese toque hipnótico, esa aguja con un narcótico que entra a mis venas y provoca que se dilaten mis pupilas.

Y es que es como cuando leo un libro, me doy cuenta que no sé nada. Es lo mismo que sucede cuando veo tus ojos: me doy cuenta que estoy solo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

hola.. muy lindo lo que escribes, sigo leyendo.. saludos :P

zeus dijo...

Gracias, anonimo, la verdad es que así como uno sabe para quien trabaja, uno no sabe para quien escribe, pero gracias por tu comentario.

Anónimo dijo...

Bueno ten en cuenta que ilustras a los terrenales como una humilde servidora :P
Saludos afectuosos!

zeus dijo...

Bienvenida seas amiga anónima, y, por supuesto, me halaga saber que disfrutas de las cosas que escribo, siento y pienso. Te lo agradezco y respondo tus saludos afectuosos, mandándote más saludos afectuosos